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martes, 2 de diciembre de 2014

Reseña #9 - Mating Fever - Celeste Anwar

¿Cuántas veces hemos escuchado “ la primera impresión es la que cuenta”? Pues eso mismo pensé yo cuando vi la portada de este libro y me dije a mí mísma: " ¡OMG, es una portada genial! Seguro que la historia también lo es!"...¡Pues nada más lejos de la realidad! ¡Qué chasco me he llevado!. No es que sea lo peor que he leído en mi vida pero sinceramente me he aburrido como una ostra con la historia. Tal vez porque desde el principio me esperaba una trama en plan romántico, pasional, fantástico, una trama que te atrapa desde el principio llena de acción, romance y lucha entre vampiros y licántropos…pero, como ya he dicho antes, nada más lejos de la realidad. Este libro simplemente me ha decepcionado y lástima por la portada que, creo, es lo único realmente atrayente. Hasta ahora, no había leído nada sobre esta escritora, de hecho, éste es el primer libro que leo de ella. Y a pesar de que Mating Fever me ha dejado un mal sabor de boca, no descarto la posibilidad de leer algún otro libro suyo en el futuro, teniendo en cuenta que quizá esta vez no he tenido suerte eligiendo la lectura y que la próxima vez desconfiaré un poco más de las primeras impresiones.


                          

lunes, 1 de diciembre de 2014

Reseña #8 - Trilogía Almas Oscuras - Maria Martinez

ATENCIÓN: SPOILERS

He leído muchas reseñas acerca de esta trilogía y, tristemente, tengo que decir que la mayoría de ellas la comparan con la famosa saga Twilight. En mi opinión, no estoy de acuerdo con dichas comparaciones ni siquiera remotamente. La historia que se narra en Almas Oscuras no tiene nada que ver con Crepúsculo aunque much@s se empeñen en verlo así. Es más, creo que, si algún día esta trilogía tuviera la suerte de ser llevada al cine, no tendría nada que envidiar a Crepúsculo (sin ofender a sus fans, claro está). Al contrario, la historia de amor entre William y Kate es más emocionante si cabe.
Cuando leí Pacto de Sangre (el primer libro de la trilogía)…sencillamente me cautivó desde la primera línea….Y con cada página que leía, quería más y más. Me sentí como un vampiro neófito, la verdad. La trama consigue mantenerte con el alma en vilo, hacerte sentir un universo de emociones y sensaciones. En dos palabras: TE ATRAPA!...y te atrapa de tal forma que consigue que sus personajes, ya sean principales o secundarios, se instalen en tu corazón y se conviertan en algo más que simples protagonistas de una historia.

La historia en sí es fluída, directa, armoniosa y hasta divertida. Narrada en tercera persona, intercala los puntos de vista de ambos protagonistas y ofrece un aspecto original a la narración.

Por otro lado, y esto es bastante llamativo en la trama, la historia también se sumerge en la vida de los personajes secundarios, porque ellos también son esenciales y con ellos entramos en un mundo fantástico de vampiros y licántropos pero también de ángeles y demonios donde el romance se entremezcla con la venganza, el terror, la amistad, la acción, la intriga, la aceptación, la lucha entre el bien y el mal y, a veces, incluso con el humor de ciertos personajes.



A través de Kate, conoceremos a Jill, su mejor amiga y una de las personas más importantes en su vida junto con su abuela Alice. A través de William, a la familia Solomon (Keyla, Carter, Shane, Evan, etc), un clan de licántropos, amigos de William. Pero también conoceremos a Marie, la hermana de Will. Más tarde, a personajes como Adrien (mitad ángel caído, mitad vampiro), que si bien al principio te enamora por su personalidad misteriosa y envolvente después te dan unas ganas incontrolables de odiarlo y hasta de matarlo. Afortunadamente, Adrien pasa de ser un personaje malvado a convertirse en uno de los amigos más importantes para William junto con Shane, el lobo Alfa de la familia Solomon.


Desde hace siglos, vampiros y licántropos mantienen un pacto que protege a los humanos de un mundo de peligros y oscuridad. William es uno de ellos, un vampiro temible y letal. Callado y distante, su mirada esconde grandes secretos y un corazón frío como el hielo. Pero eso no es lo que le hace diferente: William es el único vampiro que puede vivir bajo el sol. Ese don le convierte en un ser especial, en la esperanza que su raza necesita, pero también en la llave que los renegados persiguen para liberarse de su maldición. Y mientras tanto, William es un vampiro atormentado por la culpa de haber convertido a su esposa en un ser sanguinario. A partir de ese momento, toda su maldita existencia se ha basado en una vertiginosa búsqueda para encontrarla y destruirla. La oscuridad se ha apoderado de su vida y de su alma alejándole de todo contacto humano. Pero su destino se verá amenazado por el inesperado encuentro con una humana, Kate, durante su estancia en casa de su viejo amigo licántropo Daniel. William intentará alejarla de él con todas sus fuerzas pero un sentimiento de atracción incontrolable hacia ella comenzará a despertarse en su interior. Un sentimiento que será correspondido por Kate y que hará que William vuelva a luchar por lo que siente con tal de salvar su amor por Kate.


En cuanto a Kate, bueno ella es la humana de quien se enamora William. Kate sabe lo que quiere aunque no haya creído en el amor a primera vista hasta que conoce a William y empieza a replantearse su concepción del amor. Kate se irá instalando en el corazón de William sin que éste pueda evitarlo hasta que William sucumbe completamente y ya no puede vivir sin ella. 

Mientras tanto, los renegados van urdiendo en secreto un plan para derrotar a William y cuando éste descubre que forma parte de una profecía y que Kate podría correr grave peligro si la mantiene a su lado, decide tomar la drástica decisión de abandonarla para protegerla. 

A pesar de tener el corazón destrozado, ambos intentarán seguir adelante cada uno por su lado. William hará todo lo imposible por detener la profecía; Kate intentará borrar a William de su corazón y comenzar de nuevo. Es así como Kate conocerá a un misterioso joven en la calle, Adrien, y, sin saber ni cómo ni pórque, se sentirá irremediablemente atraída por él. Sin embargo, Adrien no es lo que aparenta ser. Con su aparición, las reglas del juego cambian y los renegados ya no son la única amenaza para William y el resto de la humanidad. Los Arcángeles y hasta el mismísimo diablo, Lúcifer, se preparan para librar la última batalla donde vampiros y licántropos seran los instrumentos indispensables para salvar a la humanidad del Apocalipsis.

En resumen, Almas Oscuras es una trilogía cuya historia te atrapa desde las primeras líneas ya que combina con acierto el romance paranormal con la fantasía urbana, consiguiendo así crear un ambiente lleno de momentos trepidantes, románticos, de luchas internas y externas plagadas de acción y, también, de emoción.

martes, 25 de noviembre de 2014

Princesas



Me levanté espesa como el día: en el cuarto de baño me enfadé con el espejo mentiroso...



(Notas para una futura revisión de los cuentos clásicos: Blancanieves, despechada por un príncipe que al fin y al cabo resulta tan poco extraordinario como el más ordinario de los varones, sufre una crisis de ansiedad que le lleva a comer compulsivamente. Gorda y deprimida, sumida en la soledad de un palacio hostil por el que deambula  recordando tiempos mejores de enanitos y espejos mágicos, envejece en silencio entre las piedras del castillo. Víctima de una intoxicación transgénica tratada con pesticidas, muere olvidada de todos. A su tumba de cristal, en el bosque, sólo se acercan los animales; de vez en cuando un cazador despistado que, al contemplar el rostro sin su antigua belleza, se aleja apresuradamente. No habrá besos. Nadie va a resucitarla.)

Me levanté –aún conservo ese regusto amargo en el paladar- con mal sabor de boca. La noche anterior había roto con Luis. En realidad, no lo pretendía, sólo quería provocarle, hacer algo, no sé: algo como pedirle la chaqueta en pleno chaparrón o llevarle hasta el borde de un abismo para preguntarle entonces si sería capaz de saltar si yo se lo pidiera. No sé, quizá se me fue de la mano. Cenábamos en ese chino tan barato que tanto le gustaba –cuando invitaba él- y, como jugando, comencé a decir estupideces impropias de quien siempre las escuchó avergonzada: “No te merezco, tú te mereces algo mejor”, “no te preocupes, encontrarás a otra que te comprenda”... El muy idiota, yo sólo quería provocarle. Se levantó, dijo que lo entendía, pagó la cuenta y se fue. Me dejó con el rollo de primavera en la boca. Esa noche descubrí el sake; luego, el licor de lagarto; después, ni me acuerdo. La mañana siguiente resultó ser uno de esos días de principios de septiembre en los que toda la luz y el calor de las vacaciones se extingue por decreto. Una mañana gris, sucia, brusco anticipo del otoño, pero sin chimenea, sin castañas y sin melancolía. Uno de esos días, en fin, en que los seres humanos parecen condenados a no encontrar jamás felicidad sobre la tierra.


Hoy todavía asocio el nombre de Luis con la resaca y el tedio de los domingos. Debía ser mediodía. Ceniza tras la ventana. No podría afirmarlo con seguridad, pero puede que lloviera. En el salón, en penumbra, mi madre sollozaba frente al televisor. Me senté aturdida en el sofá. No me extrañó la hora, ni siquiera las lágrimas; me extrañó el silencio, un silencio inusual, como de despedida. En la pantalla, una muchedumbre perfectamente alineada contemplaba el paso de una pobre princesa inglesa; en una carroza tirada por caballos, en su ataúd cubierto de flores, la princesa iba camino del cementerio. Detrás, sus hijos, los hombres de la familia, con su dolor de estatua. Recordé de golpe la noticia: la joven y guapa princesa muerta al intentar escapar de sí misma, agonizando entre flashes, la futura reina que no renunció a ser amada. Por entonces  yo tenía problemas más importantes. Con un gesto de indiferencia me levanté y besé a la abuela, limpié sus ojos empañados y sin vida. La abuela... Llegó a los noventa lúcida y serena, igual que esos árboles centenarios que al final de los caminos se mantienen erguidos sobre su propio llanto. En unos meses pasó de no recordar dónde había dejado su cuchara a no saber cómo utilizarla. Después, el miedo, la locura y, por fin, este sueño de pupilas insomnes del que ya no va a despertar nunca. Bella durmiente de un reino que desapareció, mi abuela me enseñó un par de cosas imprescindibles: que no hay sacrificio que no sea callado; que la vida es el tiempo fugaz que transcurre entre el recuerdo y la espera, un tiempo en el que es posible encontrar un destello, un instante que justifique nuestra existencia. A todas las personas les concede el destino una pequeña gloria, un año, un minuto acaso..., eso decía. Superviviente a su pesar de toda una generación de mujeres a las que arrebataron un sueño, derrotadas, viudas sin honores o medallas, estrujó su corazón como un mocho arrugado hasta que lo dejó seco de lágrimas, las pocas que le quedaron las enjugaba cantando, Ay pena, penita, pena... Vendiendo churros de madrugada por las calles de Madrid a los señoritos que salían de las salas de fiesta; ofreciendo flores para sus queridas de abrigos de piel; limpiando retretes y los ministerios de los vencedores... tantas mujeres que sólo se inclinaron ante la edad y el alzheimer, esa otra muerte que es doble porque las mata dos veces: borra su imagen y su memoria. Las últimas que quedan languidecen en silencio; presencia incómoda, políticamente incorrecta en un país que se levantó confuso de una siesta que duró cuarenta años, con legañas en los ojos y el recuerdo. Sequé sus ojos extraviados e intenté en vano hallar un rastro de luz y vida, algo como un remoto vestigio de revoluciones y banderas, el eco de aquel fogonazo que alumbró sus años de gloria. Nada. No queda nada. Dónde irá lo claro cuando apaguemos la luz... Qué inmenso agujero negro absorbe tantas ilusiones, tantas energías gastadas, tanto amor.

Un nuevo sollozo de mi madre me sacó del ensimismamiento. La pobre princesa rota seguía siendo paseada por las calles de Londres mientras se intercalaban imágenes de su boda y del nacimiento de sus hijos, sus apariciones públicas, su trágico final. Definitivamente, pensé, ni muerta se libró de su personaje. Los caballos arrastraban el ataúd ceremoniosamente entre mensajes publicitarios de compresas con alas y almohadones cervicales; amas de casa liberadas por fantásticos electrodomésticos, detergentes ultrarrápidos y jabones dermatológicamente testados. Y, por encima de todo, voces desenfadadas presentando a la mujer dinámica y actual, “mujer que vive con su tiempo”, como si realmente fuese posible elegirlo; como si hubiese otro. “¿ Cómo se puede soportar tanta hipocresía?”

Mi madre y yo teníamos  una relación especial: ambas habíamos prescindido de la amabilidad y el buen trato. Me miró. Guardó el pañuelo en la manga de la bata haciendo con él un ovillo y dijo con aparente desgana: “ No tienes sentimientos. Pareces hecha de piedra. ¿Eres mujer y no te da pena la historia de esta pobre chica, todo lo que ha pasado? Eres igual que tu padre”.

Concluyó con la frase que sabía que más daño me podía hacer. Nadie puede hacer más daño a una hija que su propia madre. Por aquella época nuestra involuntaria crueldad llegó al límite de lo soportable. Me echaba en cara mi forma de vestir, mis novios y el desenfreno sexual que según ella me delataba – “date a valer”,  decía -. Se avergonzaba de mi triste trabajo en una academia, mal pagado e inferior a mis posibilidades – “No te pagamos una carrera para eso” -. A veces tenía la sensación de que le molestaba hasta mi presencia. Yo me defendía atacando. Me reía de esas revistas de gente famosa y guapa que leía hasta la madrugada con la fruición del masoquista que se deleita contemplando todo aquello que jamás podrá tener. Entre sus extrañas aficiones estaba la de coleccionar revistas con casas de ensueño, casas sin niños y libros carísimos de arte colocados geométricamente sobre la mesa de un salón. Mi madre... Pasaba las noches pegada a una radio escuchando programas de confesiones y confidencias, programas para solitarios donde voces sin rostro prometen complicidad y compañía. Mi madre... Cosiendo a todas horas en un sillón bajo la luz mortecina, con su dedal y sus gafas, como si a cada puntada pretendiera remendar los jirones de su alma.

Entre su boda y la guerra, mi abuela tuvo su destello de gloria. Yo espero  el mío. Mi madre, como todas, debió de tener el suyo, pero no lo recuerda. Nació en plena guerra, en un Madrid sitiado una noche de bombas y oscuridad, mientras su padre luchaba por ella en el frente. Hija del amor libre y la hermandad universal, vive atormentada por la imagen de un hombre detrás de una reja, el rostro amoratado por los golpes. Su desgarrado grito de niña retumbó en aquella cárcel y sigue retumbando en su memoria; la niña no volvió a ver a su padre. A esa niña que es mi madre la despertaron violentamente del cuento...

(Notas para una futura revisión...: cuando Alicia despertó tuvo la primera regla. La sangre manchó el País de las Maravillas, tiñó de rojo el sueño. Cuando Alicia despertó estaba en un mundo de hombres. Hombres con mil ojos que no paraban de mirar y sonreír, que la vistieron y la enseñaron su papel y su destino: niña monja, niña santa, niña puta, niña madre, niña cuerpo y niña naturaleza. Buscó desesperadamente a la reina del sueño, algún naipe femenino que la comprendiese y la ayudara, pero en la vida real las reinas ocultaban los corazones. Cuando Alicia despertó, sólo quiso volver a dormir, incapaz de soportar tanta vida y realidad.)



Puede que fuera por Luis y por la noche anterior, o por aquel mal sabor de boca y el regusto del sake y ese licor verdoso donde yacía un lagarto como un engendro imposible conservado en formol; quizá influyó su referencia sobre mi padre... el caso es que saqué todos mis demonios y la grité con todas mis fuerzas, como nunca antes: “¿Pena? ¿Tú hablas de pena? ¿Y yo, es que no te doy pena? Nunca, mamá. Nunca has derramado una sola lágrima por mí. Te conmueve más una princesita de cuento de hadas que tu propia hija, ¿te das cuenta? Cuánto te importó mi sufrimiento..” “Qué sabrás tú”, musitó. Noté enseguida que había dado donde más dolía. Nos conocíamos demasiado como para esconder nuestras heridas. Se levantó despacio y, evitando mirarme, pasó junto a mí y extendió una manta sobre las rodillas de la abuela. Luego se encerró en la cocina dando un portazo. Me quedé allí, en pijama, con el cordón umbilical por los suelos. Confundida entre un orgullo aún caliente y el poso amargo del remordimiento flotando en la conciencia. Entré. Mi madre, de espaldas, cortaba cebolla. No fui educada en el perdón, así que disimulé cambiando de tema...

- He dejado a Luis. Ayer.

- Ya...

- Han sido tres años ¿No vas a decirme nada? – tardó en contestar. Iba y venía de la nevera trayendo cosas para la comida de su madre.

Me lo imaginaba –dijo por fin -. A las niñas de mi generación nos decían que los hombres siempre se casan, pero las mujeres no. Nos enseñaron a no elegir; ahora tú tienes más suerte. Elige bien, es tu vida.

De pronto, al oír sus palabras, tuve el extraño vislumbre de una evidencia, la certeza  repentina e irrefutable de que en ese momento sólo nos teníamos la una a la otra, y esta idea desarmó  mi orgullo, esa máscara inútil de altivez y dureza que nos convierte en falsos héroes. Me acerqué y la besé. Mi gesto debilitó también sus defensas. Nos pusimos a pelar cebollas y así pasamos un tiempo, llorando juntas sin tener que dar explicaciones.

Recuerdo esa tarde como una de las más felices de mi vida. Dimos de comer a la abuela y después de la siesta mi madre bajó su caja de fotos. Nos reíamos de nosotras mismas al ver de nuevo nuestras fotografías de primera comunión: mi madre, con zapatos prestados y tirabuzones; yo, de encaje y con un diente mellado; las dos, con cara de falso recogimiento y piedad. Yo le desvelé un pequeño secreto de infancia: nunca llegué a tragarme la hostia consagrada, me la guardé en un bolsillo porque me resultaba repugnante comerme el cuerpo de alguien, por muy sagrado que fuera. Ella me confesó que al acercarse el cura, de la emoción, no pudo evitar orinarse encima.

Hacía años que no hablábamos. Las horas se nos fueron en un suspiro. Tras la ventana el sol se hundía en un crepúsculo panorámico. La noche nos sorprendió riendo. Propuse una celebración: arreglarnos para un baile sin príncipes ni madrastras. Por nada. Porque sí. Nos pusimos esos vestidos que reservábamos para quién sabe qué ocasión; en cualquier caso, una ocasión que nunca llegaba. Incluso maquillamos a la abuela. Siempre fue coqueta, al menos hasta que dejó de reconocerse en el espejo. En una gasolinera compré una botella de champán. Mamá descongeló langostinos. Encendimos una vela y pusimos música de los Brincos. Brindamos. Por nada. Porque sí. Porque estábamos vivas guardando la memoria de una anciana. Porque entre María y Magdalena, vírgenes o mártires, princesas o pobres huerfanitas, bellas o bestias, aún quedaba un sitio para nosotras, un tiempo habitable y por llenar entre el recuerdo y la espera.

Después de cenar mi madre sacó la caja de metal donde mi abuela guardó los recuerdos de toda una vida, los restos del naufragio que pudo salvar. Volvimos a leer algunas de las cartas que mi abuelo escribía desde la cárcel, destrozado más por el destino de su mujer –sola, con dos hijas pequeñas en un país en ruinas- que por su propia suerte; su foto de miliciana, con el puño levantado con la timidez de una recién estrenada libertad, el mono del trabajo de quién aún pensaba que la libertad se conquista con esfuerzo; el retrato de su marido con los dos hijos mayores una mañana en el Retiro de Madrid, un 14 de abril en que España se levantó republicana y la gente salió a las calles a sacudirse tantos siglos de polvo y miedo: allí estaba mi abuelo, bajo un castaño del parque, sobre un fondo de banderas y gente a la deriva en plena celebración, junto a sus hijos montados en un triciclo alquilado, los tres mirando a la cámara con la expresión inequívoca del que sabe que lo mejor está por venir. Todos han muerto. El más pequeño, durante la guerra; la niña mayor, dos años más tarde; a golpes en la cárcel, poco después, mi abuelo. Lloramos como dos tontas y esta vez sin cebolla como excusa.

Seguimos hablando hasta bien entrada la madrugada. Mi madre saldó unas cuantas deudas con la suya: la libertaria de la fotografía también le negó a ella su libertad; la revolución sexual se quedó en las consignas; cuando su hija tuvo novio, hasta un casto beso en la mejilla era un exceso imperdonable... No la culpaba, pero era su historia y su fracaso y renegaba de los cuentos de cualquier bando. Ni malas ni buenas, ni putas ni santas.

Supe también que las dos compartimos un mismo sueño: sentirnos queridas, aunque en los tiempos que corren comience una a creer que se trata de alguna inconfesable perversión sexual. Sí, definitivamente aquel día de septiembre de 1996  conocí a mi madre. La abuela sigue junto a la ventana del salón, bajo la claridad prometida. Mantenemos viva su memoria.

Tengo un proyecto entre manos: reescribir los cuentos de mi infancia. Dejé la academia. Mañana voy a una entrevista de trabajo. Me he acostumbrado a pintarme los labios y ensayar la mejor de mis sonrisas para agradar al inevitable hombre que desde la cumbre de su mesa y de su poder me recorre con la mirada pensando seguramente qué hago aquí, en qué trabaja mi marido o con quién habré dejado a los niños. He conocido también a muchas reinas de corazones que se lo arrancaban al entrar a su despacho. Da igual. Suponiendo incluso que este siglo de igualdad y emancipación femenina no haya sido una gigantesca estafa, no veo motivos para desesperarse. Miro a mi madre y a mi abuela y pienso que quizá vaya siendo hora de ponerse el mono de trabajo y no esperar regalos de nadie. Y si toca llorar, es bueno tener siempre un par de cebollas a mano, para no andar dando explicaciones.


(Notas...: Cenicienta, en una residencia para la tercera edad,  repite como una letanía la historia de un príncipe y un zapato de cristal mientras espera junto a la ventana la llegada de su hada madrina.)

Maria

Tarabas

Hundida en mi cama, sola en la envolvente oscuridad de mi refugio particular, y acunada por extrañas melodías, entre góticas y futuristas, suaves e hirientes, que patéticos seres mediatizados de mentes estrechas suelen considerar ruido ensordecedor, me consagro a uno de mis pasatiempos favoritos: SOÑAR.

Siempre que sueño alguien  susurra en mi oído el nombre de “ TARABAS ” y ese mismo susurro me sumerge en una laguna interna de reminiscencias medievales que me arrastran hasta mediados del S. XV... Tan quimérico es el camino hasta el castillo de Swedenborg que el suelo se pierde en la inmensidad onírica del subconsciente...Camino entre almas arrepentidas, condenadas al dolor eterno, obligadas a vagar por inhóspitas necrópolis llenas de silenciosos sepulcros donde reposan espectros que esperan el día del Juicio Final para realizar su excéntrico despertar en busca de redención.

Temor,  sabor oculto a incierto despertar, susurros fantasmagóricos de hechicería, espontáneas risas incontrolables que retumban repitiéndose una y otra vez en los ignotos pasadizos de mi mente, no mancillados nunca por un alud de semejantes sensaciones... Dejo atrás la ciudad dormida en su excesivo sufrimiento, oculto bajo gélidas columnas y lápidas grabadas con nombres remotos... Ahora busco el sendero que conduce al castillo donde reside el solitario guerrero que turba mis sueños... Su susurro, irreversible, me impide volver al tiempo al cual creo pertenecer. El camino comienza a ensancharse y sus amplios márgenes se extienden hasta el infinito de donde procede un tañido lejano que invade mi alma con una melodía siniestra, espectral... pero me atrae y no puedo evitarla. La lúgubre y mortecina música me seduce... Es lasciva y sensual. Su oscuridad fúnebre hiela mi corazón y me fortalece hasta límites insospechados.  Algo se mueve ante mí... Es una extraña silueta de sombras que comienza a vislumbrarse, una silueta de ojos penetrantes, de larga y lacia melena negro-azabache, de rostro sensual... Es TARABAS, el solitario guerrero de la noche... Sueño.

El despertar siempre es esperanzador. Estoy en mi cama. Él no ha venido conmigo pero me espera todas las noches incondicionalmente... TARABAS, acariciado por la silenciosa oscuridad de mi cripta,  ha roto el sortilegio que me oprimía... Basta con pronunciar tres veces su nombre para que los sueños más deseados se hagan realidad.

Tumbas

Cuando recobré el sentido, traté de abrir los ojos. Pero no podía. Algo ejercía una tremenda presión sobre mis párpados e intenté ayudarme con las manos, pero éstas tampoco eran capaces de liberarse de aquel extraño peso. Finalmente, mi boca se abrió buscando dar salida a un grito de terror. Sólo que éste también quedó bloqueado cuando mi garganta se llenó de tierra húmeda. Ya no me fue díficil comprender lo sucedido. Alguien me había enterrado viva. Pataleé con todas mis fuerzas e hinqué mis uñas contra esa tierra llena de raíces que parecían alimentarse con mi propia sangre. El aire me faltaba pero, en los ocasionales huecos que lograba formar con mis desesperados movimientos, alcanzaba a dar una o dos bocanadas. Poco a poco, le fui ganando la batalla al improvisado sepulcro y, de pronto, una de mis manos se cubrió de lluvia  y ya no tardé en dejar que la tormenta limpiase mi rostro resquebrajado por el terror. Como una criatura de pesadilla, abandoné mi tumba y nací de nuevo al mundo. Sólo que no lograba saber si aún estaba viva o no era ya nada más que un triste espectro demasiado confundido. Sin embargo, recordaba. No sabía quién me había atacado algunas horas antes al salir de mi trabajo.

Recordaba las pisadas que comencé a escuchar en el callejón donde solía aparcar mi coche, y también tuve tiempo de volverme. Un tremendo golpe me arrojó contra el suelo. Fue allí, con mi rostro hundido en un charco que muy bien hubieran podido formar mis propias lágrimas, cuando mi agresor dio por terminada su tarea. Era incapaz de determinar quién había sido el culpable de tan macabra actuación. Pero tenía dos candidatos a los que apostar sobre seguro: o mi marido o su amante. Finalmente, uno de los dos se había cansado de mis esfuerzos por evitar que continuaran viéndose y decidió que la mejor manera de romper esa barrera era arrojar mi cuerpo aún vivo en una tumba donde nadie pudiera encontrarme... ¿Pero quién de los dos había sido? Me concentré en recordar todo cuanto pude de los instantes anteriores a ser enterrada.

 Semiconsciente por momentos, algunas imágenes y sonidos habían quedado grabados en mi memoria: un entramado de ramas negras, en una de las cuales, un cuervo parecía graznar; las dos manos que me sacaron fuera de un coche y que me arrastraron durante un largo trecho por una superficie embarrada; el sonido nítido y aterradoramente preciso de una pala clavándose en la tierra; un gemido de sexo indescifrable quizá provocado por un resbalón; el ruido del maletero al cerrarse...

  De nuevo esa certeza de que no era mi coche, de que no podía ser el mío, al tiempo que una paletada de barro iba a caer sobre mi rostro como preámbulo a lo que me esperaba; la fuerza de esas dos manos sobre mis piernas arrastrándome de nuevo hasta dejarme caer en el nicho...

  Todo eso recordaba y, de hecho, por esas cosas pude saber la autoría de mi frustrado asesinato. Fueron los dos. Mi marido y su amante habían decidido aunar fuerzas para suprimir el obstáculo que yo representaba. Lo hicieron juntos... Aunque siempre sospeché de él tampoco me extrañó la participación de su amante. Establecí que los dos habían sido cómplices y autores materiales del asunto por un simple detalle. Mientras estaba tirada en la tierra esperando ser arrojada a mi tumba, dos sucesos ocurrieron de forma simultánea: por un lado, alguien cerró la puerta del coche, del cual yo estaba bastante lejos, justo en el momento en que una paletada de barro cayó sobre mi rostro. Dos acciones a un tiempo, dos personas ejecutándolas.

  Poco a poco logré sentirme menos aterrorizada y aunque la asfixia pasada aún hacía estragos en mi ánimo pude ponerme en pie y dar gracias al cielo por aquel inesperado presente. Y no me refiero al hecho de haber sobrevivido al intento de asesinato sino a algo mucho más práctico y sencillo. Agradecí a los amantes haber hallado un lugar donde nadie buscaría un cádaver. Ni a dos tampoco. Un sitio perfecto para morir vivos.

La primera víctima de la guerra es la inocencia



Aquella acogedora casa que había sido escenario, no hacía mucho tiempo, de entrañables reuniones familiares; aquella sencilla casa que, en mitad de la ciudad, había sido un nido de felicidad y armonía, ya no era la misma. Ahora todo había cambiado. No había cortinas, pues la preciada tela con la que estaban hechas servía ahora de sábanas a los miles de heridos y enfermos que yacían por todos los rincones de la ciudad;...y aquellas enormes ventanas desde donde se divisaba la hermosa ciudad eran ahora solo un conjunto de vidrios rotos y sucios, y las pocas que quedaban estaban agrietadas o a punto de caerse. ¿Qué había pasado? ¿Sería tal vez que algunas personas no se daban cuenta de los errores ajenos o simplemente los ignoraban?

Una vez oyó decir:¡ Hay guerra!, y pensó; ¡ Dios mío! ¿Cómo puede haber gente tan desconsiderada como para creerse con el derecho de arrebatarles a los demás el tesoro más valioso que poseen? ¿Es que la vida de los demás no vale nada?

Unos meses más tarde, en mitad de un gran caos general, le hicieron cerrar los libros. Aún no era la hora de plegar, pero la puerta estaba llena de madres que empujaban buscando y llamando a sus hijos. De camino a casa comenzó a notar el extraño ambiente que se respiraba. Las calles estaban desiertas y los comercios habían cerrado. La situación era realmente alarmante. En la televisión aconsejaban no salir de casa y se veían imágenes terribles de muertos y heridos, imágenes de niños que lloraban, asustados, buscando a sus padres, imágenes de mujeres que corrían, desesperadas por todas partes, acarreando a sus hijitos muertos...

Por su mente pasaron miles de palabras en un momento, pero sólo se quedó con una: GUERRA.

A partir de aquel momento, tuvo que aprender el valor de las cosas que no había apreciado antes. A medida que pasaban los días, la injusticia y la crueldad se fueron apoderando de las calles. Comenzó a faltar alimentos y, más tarde, muchas otras cosas necesarias para vivir. Toda la felicidad se había escapado de sus manos sin darle tiempo para reaccionar....Alguien, sentado cómodamente en un despacho, había decidido por él el resto de su vida, había marcado su juventud sin pedirle permiso para hacerlo, había destruido familias enteras y había cambiado miles de vidas sobre las cuales no tenía derecho alguno...Alguien les había fallado a todos.

Afortunadamente todo acabó, sí, pero los meses de horror que vivió le hicieron más fuerte y firme. Y ahora cada vez que ve al hombre golpeando la piedra que hizo caer a su país, se da cuenta de que las cosas no se arreglan apagando el televisor cuando no nos gusta lo que vemos sino intentando buscar soluciones para evitar que otras guerras injustas sigan acabando con vidas inocentes.

By Maria

lunes, 24 de noviembre de 2014

La chica de la capa roja

Cree en la leyenda. Ten cuidado con el lobo.

Durante décadas, los aldeanos de Daggerhorn han mantenido una inestable tregua con el hombre lobo que merodea cuando hay luna llena, ofreciéndole un sacrificio animal cada mes para calmar su apetito. Sin embargo, bajo la luna sangrienta, el lobo cambia las reglas del juego al tomar la vida de uno de los aldeanos.

La víctima es la hermana mayor de Valerie (Amanda Seyfried), una hermosa joven que acaba de enterarse que sus padres (Billy Burke y Virginia Madsen) arreglaron su boda con Henry (Max Irons), el heredero de la familia más rica de la aldea. No obstante, Valerie ha  amado  a Peter (Shiloh Fernández) toda su vida, un leñador pobre. Para evitar su separación, la pareja planea huir, pero en un terrorífico momento, el lobo lo cambia todo.



Sedientos de venganza, los aldeanos hacen traer a Daggerhorn al afamado cazador de hombres lobo, el padre Solomon (Gary Oldman), para que mate a la bestia de una vez por todas. Sin embargo, la llegada de Solomon solo trae más agitación  cuando advierte a todos que el hombre lobo toma forma humana de día y puede ser cualquiera de ellos.

Todos son sospechosos. El pánico se apodera de la aldea cuando el número de víctimas aumenta con cada luna sangrienta, separando a los aldeanos que alguna vez fueron muy unidos. Valerie descubre que tiene una conexión única con el lobo que inevitablemente los irá uniendo aún más conviértiendola en sospechosa.


Hansel y Gretel

Un cuento legendario se transforma (con un giro sombrío y total por un camino nuevo y divertido, con acción trepidante y algunos sustos taimados, siniestros y modernos) en la divertida aventura de terror Hansel y Gretel: cazadores de brujas. La historia comienza 15 años después de que los hermanos Hansel (Jeremy Renner) y Gretel (Gemma Arterton) consiguieran escapar de una bruja que secuestraba niños y que cambió sus vidas para siempre... e hizo que se aficionaran al sabor de la sangre. Ahora ya son adultos, y se han convertido en unos cazarrecompensas feroces y formidablemente preparados, dedicados exclusivamente a perseguir y exterminar brujas por bosques sombríos, dispuestos a todo con tal de vengarse. Pero a medida que se aproxima la infausta Luna de Sangre y un conocido pueblecito de casas de madera se enfrenta a una pesadilla en la que están implicados sus niños, Hansel y Gretel se encuentran con un poder diabólico superior a cualquier bruja que hayan cazado, un demonio que podría conocer el secreto del terrorífico pasado de los hermanos.